corto relato

Lía y Martín. La Noche de San Juan

Era la calurosa noche de San Juan de 1989 en Avilés, y una densa neblina envolvía las callejuelas empedradas del casco antiguo, desde la Ferrería hasta la Fruta. El detective Martín Vidal, conocido por su habilidad para resolver casos complicados, caminaba entre sombras, siguiendo el rastro difuso de un asesino que llevaba meses sembrando el terror en la Villa del Adelantado.

Eran las doce y diez minutos de la noche cuando el teléfono de su casa sonó. Martín recibió la llamada que cambiaría el rumbo de su noche y de su vida. El inspector jefe de la Policía Nacional de Avilés, Juan Torres, le informó sobre el último crimen cometido en una casa abandonada al borde del minúsculo parque del Muelle. El cadáver, encontrado por un vagabundo que acudía a su cita nocturna con su banco preferido, y que de camino vio el reguero de sangre que llevaba a la casa, pertenecía a una mujer joven, de entre 25 y 30 años, con una herida mortal en el cuello. Sin duda, el trabajo de un experto, alguien que conocía bien el arte de acabar con la vida sin dejar rastro. Y eso en una pequeña y tranquila ciudad como Avilés, solo podía significar que el asesino en serie había vuelto a actuar.

Martín llegó a la escena del crimen justo cuando los forenses estaban a punto de levantar el cuerpo. La luna llena iluminaba débilmente el lugar, y el ambiente fuera de la casa olía a hierba húmeda y electricidad estática. Observó detenidamente el entorno, buscando cualquier indicio que pudiera haber dejado ese hijo de puta. Encontró huellas de pisadas que llevaban hacia el parque, pero se perdieron abruptamente en uno de los caminos asfaltados que serpenteaban entre el verde, como si el individuo se hubiera desvanecido en el aire.

Decidió explorar la casa, pero con cuidado, con su intuición gritándole a voces en el interior de su cabeza de que se acercaba a una trampa. Esa intuición que tantas veces lo había salvado. Encontró la habitación donde yacía el cuerpo de la joven. Las paredes estaban decoradas con extraños símbolos y pinturas que parecían antiguos rituales. La marca que siempre dejaba cerca de sus víctimas.

El forense al cargo del cadáver le saludó con la cabeza y le entregó una bolsa transparente de pruebas, con un papel garabateado con letras rojas. Decía: «El fuego purifica, la hoguera de la noche de San Juan lo revela todo».

Intrigado, leyó varias veces el mensaje, le dio la vuelta, pero por detrás no había nada. Con los nervios a flor de piel, levantó la cabeza, corrió al exterio y empezó a escrutar los alrededores.

– ¿Dónde se celebra la hoguera de San Juan más cercana a este sitio?

Merche, una policía ya veterana que compartía oficina con Martín le dijo:

– A unos cien metros de aquí, casi al final del parque a la derecha, en una zona asfaltada y que no está rodeada de árboles.

Martín salió corriendo antes de que Merche acabara.

Entre la multitud que danzaba alrededor del fuego, Martín buscó algún indicio que pudiera relacionarse con el crimen. Pero no fue algo, sino alguien lo que le hizo dar un respingo. Fue entonces cuando vio a una figura solitaria observando desde la distancia. Era una mujer de cabello oscuro y gafas de sol. A la 1.07 de la madrugada. El fuego emitía reflejos en las lentes negras, lo que le confería un aspecto sumamente inquietante. Súmale a eso que iba vestida con un abrigo negro que ondeaba con la brisa nocturna. Martín sintió un escalofrío recorrer su espalda al reconocer en ella una leve sonrisa.

La mujer tiró al suelo el cigarrillo que tenía en la mano, le hizo un gesto con la cabeza desde la distancia y se marchó.

Siguió a la mujer discretamente, consciente de que cada paso podía acercarlo más al peligro. Ella lo llevó a través de callejones sombríos hasta llegar a las afueras de la ciudad donde se alzaba un antiguo caserón en ruinas. Martín se detuvo a unos metros observando cómo la mujer desaparecía por la puerta entreabierta, con la voz en su cabeza gritándole que pidiera ayuda y se diera la vuelta. Desgraciadamente, había dejado su emisora en la comisaría el día anterior, y hoy cuando le dieron el aviso del asesinato, vino desde su casa directamente.

Con cautela, Martín entró en la mansión abandonada. El interior estaba sumido en la oscuridad, solo interrumpida por la luz pálida de la luna que se filtraba por las ventanas rotas. Siguió el eco de sus pasos por los pasillos polvorientos, hasta que encontró una habitación iluminada por velas. En el centro, la mujer estaba de pie frente a un altar improvisado, rodeada de símbolos y objetos rituales, con un candelabro de dos velas en la mano, dándole la espalda.

—¿Quién eres? —preguntó Martín, emergiendo de las sombras, mientras arrugaba la nariz ante la peste a queroseno que envolvía el ambiente en esa estancia.

La mujer se giró lentamente hacia él, revelando una sonrisa fría y calculadora en su rostro.

—Soy Lía Montenegro —respondió ella con voz serena—. Y tú eres el detective Martín Vidal, el peldaño que nos ascenderá al siguiente nivel.

Martín sintió un nudo en el estómago al escuchar su nombre en los labios de la asesina. Había visto esos símbolos en los escenarios de los crímenes en Avilés en los últimos meses. Y en varios expedientes antiguos que consultó: Una figura furtiva que había dejado un rastro de muerte y destrucción en varias ciudades de España. Varios asesinatos con tinte de ritual, que se cometían en un breve lapso de meses para luego desaparecer durante años después de la noche de San Juan. Así desde finales de 1890.

—¿Por qué? ¿Por qué has hecho esto? —preguntó Martín, avanzando con cautela hacia ella.

Lía se mantuvo imperturbable, observándolo con una mezcla de desdén y curiosidad.

—Porque el fuego purifica, y la noche de San Juan es el momento perfecto para la purificación —respondió ella enigmáticamente.

Martín entendió entonces el móvil detrás de los crímenes: Matar solo por el acto ritual del sacrificio. Víctimas elegidas al azar. Cruz en lugar de cara. ¿Con qué fin?

Con el corazón latiendo con fuerza, sacó su arma y se preparó para arrestarla.

—No lo harás —dijo Lía con calma al ver el arma—. Esta noche es la noche del fuego. Ningún mortal puede interferir con el destino que hemos elegido.

En un movimiento rápido, Lía arrojó el candelabro sobre el altar, envolviéndolo todo en llamas. El fuego se extendió rápidamente por la habitación, crepitando y creando sombras danzantes en las paredes.

Martín se vio obligado a retroceder ante el calor abrasador. Mientras las llamas lamían el techo, Martín oyó las carcajadas de Lía, mientras el fuego la envolvía. Martín corrió hacia la salida, gritando «fuego, fuego!» y exhortando a quien pudiera escucharle a que llamase al 091. Los bomberos llegaron al cabo de 10 minutos, su sede no se encontraba lejos, y pudieron contener la propagación del incendio, pero no fueron capaces de detener la vorágine de fuego en que se había convertido la mansión.

Cuando el amanecer comenzaba a asomar, el jefe bomberos se acercó a él, meneó la cabeza, murmuró una palabras al oído, y se fue después de darle una palmada en el hombro. No había restos humanos en los rescoldos del fuego.

A pesar de los esfuerzos del detective y su equipo, Lía Montenegro se había esfumado una vez más, dejando solo cenizas y preguntas sin respuesta. Mientras observaba el caserón consumido por el fuego, Martín sabía que su caza no había acabado, sino que resurgía de las cenizas una nueva misión que perseguir.

Martín encendió un Ducados con su Zippo de cobre.

La noche de San Juan en Avilés había traído consigo una historia de oscuridad en el fuego.

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